¿LOS ANIMALES CREEN EN EL MÁS ALLÁ?

Zoólogos y primatólogos descubren que los seres vivos no humanos también poseen espiritualidad. 

Mantener una charla con la gorila Koko es lo más aproximado a comunicarse con un extraterrestre, porque este ser vivo no es humano, sino una gorila que vino al mundo en 1971 en California (USA). Desde su nacimiento, la doctora Francine Patterson y otros científicos de la Universidad de Stanford instruyeron a nuestra protagonista en el uso del lenguaje de señas, y en la actualidad maneja con soltura más de 1.000 signos y es capaz de entender unas 2.000 palabras en inglés. Koko muestra un pensamiento abstracto y complejo, hasta el punto de que en ocasiones inventa nuevos vocablos para referirse a objetos o acciones que anteriormente no tenía incorporados a su lenguaje. Por ejemplo, ante la sorpresa de los investigadores de la Fundación Gorila de California –donde pasa la mayor parte de su tiempo–, creó la palabra compuesta «dedo-pulsera» para aludir a un anillo.

En otra ocasión, la doctora Patterson participaba en una entrevista de prensa a través de Internet en compañía de la gorila. Cuando el periodista preguntó por qué Koko no había tenido descendencia con un macho llamado Ndume con el que convivía, la primate contestó con las expresiones «retrete» y «malo», mostrando que no le atraía demasiado la idea. Patterson tomó la palabra indicando que quizá si introdujeran más hembras en el recinto, Ndume y Koko se mostrarían más receptivos. Pero la gorila intervino de nuevo señalando su desacuerdo con las palabras de la científica. Las relaciones de pareja siempre son complicadas, y en el caso de los animales no es distinto.

Eso que Koko eligió a Ndume entre una serie de candidatos que le mostraron a través de vídeos… Cierta vez, Koko hizo saber a Francine y a su equipo que deseaba un nuevo amigo con el que compartir juegos y aventuras. Se pasó los dedos por el bigote, indicando que le gustaría un gato como regalo de cumpleaños. Dicho y hecho. Días después, los cuidadores le mostraron unos cachorrillos de la misma camada y la primate eligió a uno de ellos, al que bautizó como All Ball. Enseguida comenzó a olerlo y acariciarlo, mostrando una empatía incuestionable hacia el felino. Ambos se hicieron inseparables. Koko solía llevar al gato enganchado a su pierna e intentaba cuidarlo como si se tratara un bebé. Al poco de tiempo de convivencia, All Ball mordió a la gorila, que compuso los signos de «sucio» y «baño», expresiones que solía emplear cuando quería demostrar su desaprobación. Sin embargo, pronto olvidó este percance y decidió enseñar a All Ball a hacer cosquillas, uno de los juegos preferidos de los gorilas.





KOKO habla del otro lado:
Una noche, el gato se escapó de la Fundación Gorila y falleció atropellado por un automóvil. Cuando la doctora Patterson le dijo a Koko lo sucedido, al principio actuó como si no se hubiera enterado de nada –típico comportamiento de cualquier ser humano cuando recibe la noticia del fallecimiento repentino de un ser querido–, pero enseguida comenzó a llorar desconsoladamente, al tiempo que empleaba las expresiones «triste, ceño» –muestra de su pesar– y «dormir, gato» –claro indicativo de que comprendía perfectamente lo ocurrido–. Pero ¿hasta qué punto sabía qué significaba morir? Los científicos aprovecharon la luctuosa coyuntura para ahondar en tan trascendente asunto, y de este modo comenzó una conversación que sólo cabría calificar de fascinante:

¿Dónde van los gorilas cuando mueren? preguntó la científica.
→ Cómodo / sagrado / adiós respondió convencida Koko.
¿Cuándo mueren los gorilas?
→ Problema / viejo.
¿Cómo se sienten los gorilas cuando mueren: felices, tristes, atemorizados?
→ Sueño.

Sin duda sorprende la versión que ofreció nuestra admirada primate sobre el más allá. De la respuesta de Koko se desprende que cuando abandonamos este mundo tridimensional («adiós»), existimos en otro «cómodo» y «sagrado». Pero ¿qué quería expresar con este último concepto? ¿Estaba utilizando «sagrado» como sinónimo de otro estado de existencia? ¿De una especie de cielo o paraíso? Muchos antropólogos y zoólogos pusieron el grito en el cielo ante este hecho.

Los animales no poseen la suficiente capacidad de abstracción como para creer en la vida después de la vida, argumentaban. Pero las palabras de Koko dejan poco lugar a las dudas: parece que no sólo profesa alguna clase de convicciones espirituales y/o religiosas, sino que su visión sobre la «otra orilla» no difiere demasiado de lo que creen miles de millones de seres humanos en todo el planeta, abracen una u otra fe.

Chispa Divina
Una a la que no sorprendió en absoluto la declaración de Koko fue a la eminente primatóloga, etóloga y antropóloga Jane Goodall, considerada una de las personas más influyentes de la actualidad e incansable luchadora por los derechos de nuestros hermanos no humanos. Es la mayor experta en el comportamiento de los chimpancés de la historia y cuenta en su haber con infinidad de premios y reconocimientos internacionales, como el Premio Príncipe de Asturias de la Investigación Científica y Técnica. Vegetariana estricta por convicciones personales, es miembro destacado del comité del Proyecto de los Derechos No Humanos, y durante años ejerció como presidenta de Defensores de los Animales, dos organizaciones que lideran campañas mundiales de concienciación de la opinión pública en relación a los derechos de los animales. Durante 55 años, Goodall estudió el comportamiento de chimpancés salvajes en el Parque Nacional Gombe Stream (Tanzania). Allí comprendió que los chimpancés mostraban comportamientos que denotaban alguna clase de práctica religiosa, y así lo escribió en la prestigiosa Enciclopedia de la Religión y la Naturaleza. En el citado texto, titulado Espiritualidad en los Primates, comienza describiendo las sensaciones místicas que experimentó en la soledad de la selva africana, mientras se esforzaba en comprender el mundo secreto de los chimpancés: Día tras día, me encontraba únicamente en compañía de mis amigos los animales, los árboles, los arroyos, las montañas, las tormentas y el impresionante cielo nocturno plagado de estrellas. Me hice una con el mundo. Aparte de los cambios del día a la noche o de la temporada seca a la húmeda, el tiempo dejó de ser importante para mí… Aquellos fueron momentos de una percepción cercana a la experiencia mística, por lo que entré en comunión con un Poder Espiritual que sentía a mi alrededor. Allí, en la selva, llegué a creer que todos los seres vivos poseen una chispa de ese poder espiritual. Nosotros, los humanos, con nuestras mentes únicas y sofisticadas y nuestro lenguaje hablado, que nos permite compartir y discutir ideas, denominamos alma a esa chispa divina presente en nosotros mismos. Me pregunto si puede ocurrirle algo similar a los chimpancés o a cualquier otro ser sapiente.

Ritual Religioso
Goodall escribió que suelen preguntarle si ha observado alguna clase de comportamiento religioso en los chimpancés, y su respuesta es afirmativa. En numerosas ocasiones tuvo la enorme fortuna de contemplar un extraño ritual que los primatólogos denominan «baile de la cascada». Así describe la científica en qué consiste tan fascinante comportamiento: A medida que el chimpancé se acerca a la catarata y aumenta el ruido del agua que cae, su trote se acelera, su pelo se eriza del todo, y al llegar al arroyo puede efectuar un magnífico despliegue cerca del pie de la cascada. En posición erecta, se balancea rítmicamente de un pie a otro, pateando las aguas someras y rápidas, y levantando grandes piedras para luego lanzarlas. A veces trepa por las delgadas lianas que cuelgan de los árboles en lo alto y se balancea para meterse en la niebla del agua que cae. Esa ‘danza de la cascada’ puede durar diez o quince minutos.

Goodall opina que probablemente se convirtió en testigo de algún rito de una religión animista profesada por los primates. Otro de sus colegas, Frans De Waal, también asistió a varias de estas conductas rituales. La primera vez no daba crédito a lo que estaba contemplando. En el zoológico de Arnhem (Holanda), los chimpancés estaban bajo un árbol viendo llover. Cuando arreció, dos machos adultos se levantaron con su pelo erizado y emprendieron unos movimientos conocidos por los primatólogos con el nombre de «pavoneo bípedo», consistente en dar pasos amplios al tiempo que se balancean rítmicamente. Ambos abandonaron su cobijo y acabaron completamente empapados. Poco después volvieron a guarecerse. Tras contemplar ese comportamiento en más ocasiones, De Waal se convenció de que se trataba de una «danza de lluvia», probablemente la arcaica forma de una religión animista. ¿Por qué no?

Hasta no hace tanto tiempo, estaba extendida la creencia de que Dios era el responsable de los fenómenos naturales, por lo tanto inventamos plegarias y ritos encaminadas a que esas circunstancias atmosféricas nos fuesen propicias, sobre todo para las cosechas, de las que dependía nuestra supervivencia. Incluso hoy en día pueblos tradicionales a lo largo y ancho del mundo siguen practicando esas ceremonias para conseguir que los dioses permitan la lluvia. Pero no tenemos que irnos demasiado lejos, porque en el orbe católico aún pervive la tradición de sacar en procesión a una determinada imagen de la Virgen o de algún santo para que el Creador bendiga a los habitantes de esos lugares con el preciado líquido elemento.

Saben lo que es la muerte
En marzo de 2016, investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania) dieron a conocer un sorprendente hallazgo. Durante años llevaron a cabo una extensa investigación sobre el comportamiento de los chimpancés en diversas selvas africanas, y desde 2010 registraron un extraño comportamiento de estos animales en 39 enclaves diferentes. Nunca hasta entonces se había observado algo siquiera similar, pero sin duda se trataba de un modo de actuación común a diferentes individuos pertenecientes a distintas manadas, incluso alejadas unas de las otras por muchos miles de kilómetros. Para que las observaciones no constituyeran una violación del espacio vital de los animales, los científicos emplearon una amplia gama de técnicas de investigación no invasivas, como el uso de cámaras manejadas por control remoto. De este modo obtuvieron valiosas imágenes en las que se puede observar como tanto hembras como machos o crías de chimpancé se dedican a acumular piedras bajo los árboles, que luego arrojan contra los mismos a la vez que profieren gritos y expresivas vocalizaciones.

Estos amontonamientos de piedras recuerdan a los mojones, pequeños montículos de forma cónica en los que los humanos colocamos piedra sobre piedra y que tienen un claro sentido cultural y espiritual. El autor de este reportaje ha tenido la oportunidad de contemplar esta clase de símbolos sagrados en lugares tan alejado unos de otros como Finisterre, en Galicia (España), determinadas zonas de México o el desierto de Tassili, situado al sur de Argelia. A juicio de Ammie Kalan, investigadora del Max Planck, y del resto de sus compañeros, es muy probable que este comportamiento tenga alguna finalidad cultural, puesto que la acumulación de piedras no parece estar ligada a la abundancia de las mismas o a la disponibilidad de árboles en la zona. Es más, los científicos sospechan que en realidad se trata de alguna clase de rito con un sentido sagrado.

Si esto fuera así, que ciertos animales profesaran alguna clase de religión animista, también significaría que en cierta medida comprenden qué significa la muerte. En su sobresaliente obra El bonobo y los diez mandamientos (Tusquets, 2015), el primatólogo Frans De Waal escribe: «No parece arriesgado afirmar que los antropoides tienen conciencia de la muerte, como algo que es diferente a la vida y permanente. Lo mismo vale para otros animales, como los elefantes, que toman colmillos o huesos de un miembro de la manada muerto, sosteniendo las piezas con la trompa y pasándoselas de uno a otro. Algunos vuelven durante años al punto donde murió un pariente, sólo para tocar e inspeccionar sus restos. ¿Echan de menos al otro? ¿Recuerdan cómo eran en vida? Estas preguntas son imposibles de responder, pero no somos los únicos a los que la muerte nos fascina e intimida».

En un refugio de Camerún los cuidadores sacaron del recinto de los chimpancés a uno de los ejemplares, una hembra llamada Dorothy que había muerto de un fulminante paro cardíaco. Se llevaron el cuerpo de Dorothy en una carretilla para que el resto de los chimpancés pudieran verla mientras se iba.

Los habitualmente alborotadores animales se congregaron alrededor del cadáver, mirándolo con atención al mismo tiempo que se apoyaban unos en otros. Permanecieron en completo silencio, absortos en la figura de su amiga fallecida, como si estuviesen asistiendo a un funeral.

Ritos funerarios de los elefantes
Teniendo en cuenta ésta y otras observaciones similares, Frans De Waal apunta lo siguiente: «En general, la reacción de los antropoides a la muerte de un congénere sugiere que tienen problemas para aceptarla (las madres pueden transportar crías muertas durante semanas, hasta que el cadáver se momifica). Examinan el cuerpo, intentan reanimarlo y se muestran a la vez alterados y apagados. Parecen darse cuenta de que la transición de la vida a la muerte es irreversible. Algunas de las reacciones se asemejan a la forma de tratar a nuestros muertos, como tocar, limpiar, ungir y acicalar los cuerpos antes de enterrarlos». Pero incluso ciertos animales no antropoides saben, no conocemos bien hasta qué punto, lo que significa la muerte. Por ejemplo, los elefantes. Estos animales suelen inspeccionar concienzudamente con sus patas y su trompa los esqueletos o incluso los huesos de sus congéneres, parece que tratando de identificar al fallecido. Cuando uno de ellos muere, es habitual que traten de levantarlo y reanimarlo. Utilizan sus potentes trompas y colmillos e incluso muerden al fallecido. Otros intentan introducirle manojos de hierba en la boca.

Cuando comprueban que efectivamente su compañero se «ha ido», permanecen por un largo período de tiempo a su lado. Incluso se ha observado que cavan con sus trompas en la tierra, que luego depositan encima del cuerpo del fallecido. También utilizan ramas para tapar al cadáver. Finalmente, el elefante queda completamente cubierto por tierra y ramas, y sus compañeros permanecen junto a él toda la noche. Sólo al alba, continúan con su camino. No sé qué pensaran ustedes, pero tiene toda la pinta de un entierro y un velatorio. Eso mismo opina Cynthia Moss, directora del Proyecto de Investigación de Elefantes Amboseli en Kenia. Sus estudios indican que estos animales poseen determinada conciencia de la muerte, experimentan sentimientos muy similares a los humanos y llevan a cabo rituales funerarios. En una ocasión, unos cazadores hirieron a una joven hembra que Moss había bautizado con el nombre de Tina. El resto de la manada huyó a toda prisa, pero sus familiares la rodearon para protegerla. 


La sangre le salía por la boca y apenas se tenía en pie, pero varios de sus parientes intentaron sostenerla para que no acabara desplomándose. Después de una gran sacudida, Tina falleció. Procuraron reanimarla de todas las maneras, y cuando comprobaron que ya no se encontraba en el lado de los vivos, utilizaron sus trompas para rociar su cuerpo inerte con tierra y ramas. Al caer la noche, Tina estaba completamente cubierta de arbustos y arena. Hasta el alba sus familiares se quedaron velando el cadáver. Teresia, la madre de Tina, fue la última en abandonarla.

Otro testimonio que abunda en este mismo asunto es el ofrecido por D. J. Schubert, que tuvo la oportunidad de acercarse a manadas de elefantes mientras trabajaba para la Misión de Paz en África. Un día se topó a un grupo de elefantes que rodeaba el cuerpo de un bebé que estaba en el suelo. Después de tratar de incorporarlo durante horas, se pusieron a tapar su cuerpo con tierra, hierbas y hojas. Los familiares del pequeño estaban observando la escena y consolándose entre sí. Entrelazaban sus trompas y se tocaban la boca con dicho apéndice, como si estuvieran dándose besos. Schubert se convenció de que acababa de contemplar «el funeral de un elefante».

No somos tan diferentes
Gary Kowalski, autor de El alma de los animales (Arkano Books, 2008), narra en su libro otra experiencia conmovedora: «Un amigo mío, que tenía una granja de ganado en Centroamérica, me contó que un grupo de campesinos mató un día a un ternero para asar la carne en una improvisada fiesta. A partir de entonces, y durante semanas, hasta el principio de la estación de lluvia, el resto de la manada se reunía en círculo todas las tardes alrededor del lugar donde habían sacrificado al joven ternero y se quedaban allí mugiendo». Kowalski se pregunta «cómo podemos matar sin pensar en la agonía que sufre esa criatura, o en el corazón roto de su pareja o sus crías».

Fuente: Año Cero